Crónicas Maitanas: reflexiones sobre el calor

Entrada del día  28/01/2016, 6:57 P.M.-Desde casa de Guille y Mari.

**Nota: Entre la sinceridad brutal y el glamour, esta vez optaré por ser sinceramente brutal. Por lo tanto, esta crónica viene cargada de detalles gráficos, desagradables y tan reales como el sudor del hombre que venía a mi lado en el colectivo ayer en la mañana y me restregó su brazo por el hombro al pasar hacia la salida**.

Primera Crónica de este año, y la verdad quisiera comentarles acerca de algo mucho más elegante o menos trillado. Pero le ruego al lector que tenga paciencia con esta pobre aprendiz de escritora, porque sinceramente es mi primera experiencia cercana con el calor por un tiempo prolongado.

A mis compañeros argentinos les causa mucha sorpresa el hecho de que yo, habiendo emigrado desde un país que da al norte de Latinoamérica, y tiene como frontera norte el Mar Caribe, esté al borde del brote psicótico en pleno verano. Y es que yo tampoco me había dado cuenta de lo bendecida que fue Venezuela con su clima, y en especial Caracas, mi ciudad natal. Mis amigos se sorprenden cuando les digo que la temperatura anual de Caracas se encuentra entre 18 y 30 grados Celsius, en promedio. Se ríen cuando les digo que, en las noches decembrinas, si la temperatura llega a 15 grados, la gente alarmada comenta: «¡Caracas se está congelando!», y saca su ropa más abrigada. Incluso se han visto personas con gorro y guantes durante los días más fríos del año, en los que puede llegar a hacer 14 grados. Muy diferente de cuando la temperatura llega a los 28 o 30 grados, sin tanta humedad. En ellos, la gente se alarma pensando que Caracas cada día se va acercando más al infierno.

Y claro, los argentinos se ríen, porque acá en el cono sur –y por lo menos acá en Buenos Aires–, el clima es bastante menos benigno durante los meses veraniegos de Diciembre a Marzo. La cosa fue que nadie me avisó eso antes de emigrar para acá.

Caraqueño a 15 grados centígrados de temperatura (prácticamente)

A mediados de Noviembre, fui sintiéndome cada día más segura de dejar los únicos tres abrigos que tengo –cabe acotar que dos son regalados– en casa. La temperatura estaba muy agradable, casi como la de mi ciudad natal. Yo salía feliz a la calle y me podía poner la ropa que me daba la gana. Pensé que podría acostumbrarme incluso a este clima, y sobrevivir al verano con la débil ráfaga de aire que me da el ventilador de techo de mi apartamento.

Pero como siempre, estaba terriblemente equivocada.

Comencé a despertarme por las noches con la garganta más reseca que el Desierto del Sahara. Y si iba a hacer pis, comenzaba a notar la transpiración corriendo por mi espalda, aunque sólo hubiese tardado 30 segundos en el baño. Al principio llegué a pensar que estaba teniendo fiebres nocturnas, ignorante como era de lo que es el calor. Pero Buenos Aires no tardaría en ilustrarme al respecto.

Salir a la calle era cada día más pesado, porque yo, acostumbrada como estaba a un clima con tan pocas variaciones, no poseía un guardarropa acorde a las estaciones extremas como el invierno o el verano. Y si bien sobreviví al invierno con dos abrigos viejos que me regalaron por caridad, y uno que compré yo y tuve que dejar de usar porque había resultado ser la mayor estafa de mi vida (no protegía para nada contra el frío); ahora estaba en verdaderos aprietos, porque sólo tenía pantalones y blusas de poliéster… y eso se traducía, en el verano, en pegoste, sudor y mal olor.

La verdadera crisis comenzó a principios de Diciembre, cuando el insoportable calor arruinó mis horas nocturnas. Al principio intenté conservar algo de decencia y decoro, porque a pesar de vivir sola, vengo de una larga línea de mujeres en la que lo primero que se nos enseña es a salir a la calle, e incluso dormir, con nuestras mejores ropas, «no vaya a ser que ocurra un desastre y uno tenga que salir corriendo en medio de la noche con lo puesto y te grabe la televisión y salgas como una loca de carretera» –dice aún mi abuela–. Y yo traté de conservar ese pensamiento en mente las primeras noches de tormento, en las que dormía con una pijama de short y camiseta. Sin embargo, en la mitad de la noche, mi cuerpo clamaba porque le liberara de esa prisión de tela pegostosa y húmeda con la que lo cubría únicamente por si se daba la ocasión de que debiera salir corriendo a la calle porque había ocurrido algún desastre natural. Y la verdad es que siendo pragmática, mis ahorros se me estaban yendo en mandar a lavar la ropa con la que dormía.

Un día particularmente caluroso, llegué a casa obstinada, pegajosa de transpiración y maloliente. Ni en mis peores momentos me había sentido tan abandonada por un desodorante como aquel día. Prácticamente podía exprimir mi ropa y sacar un litro de agua de la faena. –Sí. Lo he dicho. ¡Y saben que a ustedes les ocurre lo mismo en verano!–. Y fue ahí que tomé la firme decisión de que, mientras durara el verano, no iba a seguir ensuciando mi ropa en nombre del pudor y la decencia. Ya bastante hacía con salir a la calle vestida, en medio de ese infierno abrasador que es Buenos Aires durante el día. Pero en casa se había acabado ese yugo. Así que tomé aquellas pantaletas/bombachas/calzones que por ignorancia puse a secar en la estufa durante el invierno y se me quemaron, y decidí que esa iba a ser la única prenda para estar en casa y dormir que iba a utilizar. Y eso porque aún me queda un resquicio de temor de que ocurra un desastre natural y en verdad me toque salir a la calle. Si me va a grabar la televisión, que al menos mi abuela no tenga que ver las nalgas de su nieta en pantalla… aunque probablemente sí las termine viendo, entre los agujeros que hizo la estufa en la tela cuando me quemó mis pobres prendas. Pero hasta ahí llegaron mis concesiones.

No queremos darle un infarto a la abuela, pero ojalá ningún desastre natural sobrevenga en horas nocturnas durante el verano.

Mi segunda resolución fue comprar un ventilador extra, porque el ventilador de techo no se daba abasto con tanto calor. Afortunadamente tenía parte de mi presupuesto destinada para tal fin, en caso de que fuera necesario, porque tuve que utilizarla incluso antes de que oficialmente diera inicio el verano, el 21 de Diciembre. Compré el ventilador que me pareció más potente para el presupuesto que tenía, y me lo llevé armado y en peso en el colectivo, desesperada por enchufarlo en casa. Una vez en el departamento, procedí a conectar mi preciado electrodoméstico, frente al cual permanecí sentada por espacio de 30 minutos, disfrutando de la pura gloria de recibir algo de brisa sobre mi remojada y maloliente persona.

El tercer paso estuvo destinado a mejorar mi presencia pública, y por eso procedí a comprar talco y a reorganizar mi horario para poder bañarme tres veces al día. O al menos dos. De esta manera, al menos hacía el intento de mantener mi buen olor por más tiempo, y de evitar que la transpiración acabara con el poco glamour que me quedaba, con la aplicación de talco en ciertos puntos estratégicos de mi anatomía. No era que funcionara mucho, pero al menos mi psique se sentía reconfortada porque estaba haciendo todo lo posible por no salir a la calle oliendo a culito. Y la verdad que me funcionó por un tiempo, al menos hasta que comencé a tomar el subte a las 8 a.m. para llegar temprano a mi trabajo de niñera. Ahí, lamenté amargamente estar viviendo esta calurosa época del año, porque no sólo yo, sino las miles de personas que tomaban el subte a la misma hora, estábamos haciendo todo lo posible por no salir a la calle como la criatura del retrete, pero apenas nos montábamos en el vagón, todo indicio de que nos habíamos bañado y perfumado apenas minutos antes, se perdía.



Con este calor, un poco de talco ni enriquece, ni empobrece. Pero en algo ayuda. (Foto extraída de http://www.talcumpowdercancerlawsuitcenter.com/img/baby-powder-ovarian-cancer-warnings.gif).

Es imposible evitar el contacto con la sudorosa masa humana contenida dentro de los vagones del tren. Bañados y malolientes compartiendo un espacio tan reducido, hacían que todos los que tratábamos de hacer un esfuerzo, termináramos igual de empegostados y rancios que los que tenían menos reparos en su higiene. Y el colmo ocurrió hoy, cuando, debido a reparaciones en la línea del subte que tomo para ir a trabajar, me vi obligada a embutirme en uno de los vagones, abriéndome paso a codazos entre la muchedumbre, sólo para terminar con el brazo pegado a la barriga de un señor bastante entrado en carnes, que tenía los primeros botones de su camisa desabrochados a modo de ventilación, pero que a pesar de eso estaba transpirando de forma abundante y copiosa. Y yo traté de separarme un poco dentro del poco espacio que tenía para hacerlo, pero en la siguiente estación entró aún más gente, y la situación se tornó oscura cuando mi mejilla entró en contacto con el sudoroso pecho del hombre en cuestión.

Me sentí desfallecer, pero no tenía espacio en el vagón ni siquiera para poder caer desmayada como Dios manda. Así que hice acopio de todas mis fuerzas y resistí –con el cachete aún pegado al pecho del señor– casi al borde de las lágrimas, pensando en cómo había lavado mi rostro esta mañana con tanto amor, y me había puesto colonia de lavanda, sólo para perder todo ese esfuerzo de esta manera tan abrupta.

Pero ningún tormento es eterno, y finalmente me bajé en mi estación, y caminé de prisa las dos cuadras hasta el departamento donde cuido a los niños, loca por llegar al baño, en donde nuevamente me lavé la cara y el brazo, lista para empezar mi jornada laboral oliendo lo mejor posible. ¿Qué al mediodía quizá ya estuviera oliendo nuevamente a culito? Es verdad. Pero al menos mi psique estaría tranquila de que hice un esfuerzo por combatir el calor y sus estragos.


 Yo, en el subte, casi todos los días D:

Y más o menos así ha transcurrido, y estoy segura de que transcurrirá, el primer verano de mi vida. Seguiremos informando.

Hasta una próxima entrega.



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