Crónicas Maitanas: El ángel de las escaleras mecánicas
Entrada del día 05/02/2016, 5:30 P.M.-Desde casa de Guille y
Mari.
Mi primer trabajo al salir
de la universidad, fue en el Centro Nacional de Rehabilitación (CNR) del
Hospital Miguel Pérez Carreño, en Caracas. Ahí, la mayoría de los pacientes se
encontraban hospitalizados por lesiones medulares, es decir, por una u otra razón,
no podían caminar, o a veces moverse. Si bien, aprendí muchísimas cosas en ese
trabajo, también quedé un poco traumatizada con respecto a las lesiones que
pueden limitar la movilidad de una persona.
Y ya habiendo planteado ese
contexto, el lector comprenderá mejor por qué, cuando el destino me lanzó una
bola curva, fue únicamente ese temor el que me dio la fuerza para afrontar
tamaño reto… las dos veces que me llegó a ocurrir.
La primera vez, me
encontraba yendo a mi trabajo en el CNR, y venía subiendo las escaleras
mecánicas de la estación de La Yaguara en el Metro de Caracas, cuando vi que la
señora que estaba parada 5 escalones por encima de mí en las escaleras, comenzó
a tambalearse. Esta mujer, de alrededor 1,50 mts. de estatura y 100 kgs. de
peso, estaba sufriendo un desmayo en plena escalera mecánica, y para su mala
suerte, los 4 hombres que venían detrás de ella en el aparato, acababan de
decidir que, lamentándolo mucho por la doñita, ninguno iba a asumir la
responsabilidad de cargarla hasta que subiéramos al final de las escaleras. Y
apresuradamente, aquellos 4 hombres grandes y fuertes, se apartaron del camino
de la desafortunada mujer, que venía cayendo como tronco recién cortado, y
subieron corriendo las escaleras; dejándome a mí, de 1,60 mts., y 54 kgs. de
peso, como único muro de contención del bólido que venía cayendo.
Trabajar con lesionados medulares me dio el impulso que necesitaba para hacerle frente al reto que me mandó la vida.
El desastre era inminente.
Hice acopio de todas mis
fuerzas físicas –que no son muchas–, y agarrando con firmeza las bandas
corredizas a cada lado de la escalera mecánica, me planté y recibí al cuerpo
inerte de la pobre doña, cuya espalda cayó recostada sobre mi pecho. Nadie se
ubicó detrás de mí para sostenerme, y yo tampoco grité ni dije nada, porque
temía que si dejaba escapar el aire, nos caeríamos la señora y yo, y ambas
terminaríamos con el cabello pillado entre los escalones de la escalera y
muertas. O en el mejor de los casos, como pacientes del CNR. Y esa idea fue
capaz de infundirme el suficiente pánico como para lograr sostener a la señora
hasta el final de las escaleras, en donde fue atendida por el personal de
emergencias del Metro. Yo, por mi parte, después de comprobar que la señora
estaba viva, salí corriendo a mi trabajo, a donde iba llegando tarde (como
siempre). Y la heroica hazaña me costó una osteocondritis (inflamación muy
dolorosa) en el cartílago del pecho, condición que no me permitió tomar una
buena bocanada de aire, o reír, o levantarme de la cama con normalidad durante
las tres semanas posteriores al hecho.
Sin embargo, el dolor valió
la pena, y me sentí feliz de no haber dejado que la doñita se matara. Incluso
llegué a olvidar ese hecho aislado, hasta hace unas semanas, en donde la misma
situación se volvió a repetir, esta vez acá en Buenos Aires. ¿Qué posibilidades
hay de que a una persona le toque aguantar a otro viejito que se está cayendo
por las escaleras mecánicas?
Pues al parecer, para
Maitana Delgado, las posibilidades son de una vez cada 4 años.
Quizá debería comenzar a tomar las escaleras fijas...
Esta vez, me encontraba yo
subiendo las escaleras mecánicas de la estación en donde me bajo para ir a mi
casa. Ese día, casualmente, había salido temprano de mi trabajo, y había
decidido aprovechar de hacer unas compras cerca de mi lugar de residencia. Sin
embargo, a última hora tomé la decisión de pasar primero por mi casa a
cambiarme los zapatos y la cartera, con la intención de estar más cómoda. Y en
retrospectiva, pienso que quizá la serie de eventos se dio con toda la
intención de que ese día y a esa hora, yo me encontrara detrás del viejito en
las escaleras del subte.
Comencé a notar que algo iba
mal cuando vi que el menudito y canoso señor que estaba en el escalón superior
a mí, comenzó a reclinar peligrosamente la parte posterior de su cabeza sobre
mi hombro. Puestos en esa situación de cercanía, me asomé extrañada para ver su
cara, y me di cuenta de que, a pesar de que el señor se estaba cayendo hacia
atrás, seguía consciente. Y no tenía la menor idea de que se estaba cayendo.
Esta vez sí empecé a
gritarle alarmada, preguntándole si se sentía bien. A lo que el señor me
respondía con expresión anonadada que sí. “Claro que estoy bien, señorita. ¡No
se preocupe!”, me decía el viejecillo mientras caía cada vez más hacia atrás
sobre mí. Al ver que el señor estaba despierto, pero no consciente de lo que
ocurría a su alrededor, apliqué la misma técnica de la vez anterior con la señora.
Sin embargo, esta vez el destino no me colaboró, porque la banda corrediza del
lado derecho de la escalera no corría, sino que estaba estática, y eso echaba
mi brazo hacia atrás, en vez de subir a la misma par que las escaleras. En
medio de toda la situación, yo no me daba cuenta de qué pasaba; y fue así que,
intentando que el señor no se me cayera a pesar de que el brazo con el que lo
estaba sosteniendo se me estaba quedando atrás, ocurrió lo que temía. El
viejito se me cayó.
En medio de las circunstancias,
logré acompañar la cabeza del señor, no sé cómo, para evitar que el golpe en la
cabeza fuera tan fuerte. El señor seguía consciente a todas éstas, y aún sin
darse cuenta de qué estaba pasando. Yo, desesperada, trataba de halarlo hacia
mí por la bota de su pantalón, pero casi me caigo yo con él, porque, como
recordarán, seguíamos subiendo en unas escaleras mecánicas en movimiento.
¡¡Viejito, reaccionaaa!!
Unas señoras que venían más
debajo de nosotros, se dieron cuenta de lo que ocurría y comenzaron a gritar
pidiendo auxilio. Y sus gritos fueron respondidos por un señor que venía recién
bajándose del subte, junto con su hijo de 7 años. El valiente hombre, ante la
emergencia, dejó a su hijo al pie de las escaleras, y tomando al don por la
espalda, logró levantarlo. El viejito seguía sin entender cuál era todo el
alboroto, y sin notar que sus propias piernas no eran capaces de sostenerlo.
Yo arrimé el hombro para
ayudar al rescatista, sabiendo que el viejito, al no estar orientado, podía
volvérsele a resbalar en medio del forcejeo que hacía, alegando que se
encontraba perfectamente. Sin embargo, el señor que lo sostenía me dijo que no
hacía falta que lo ayudara, pero sí que necesitaba que buscara a su pequeño, quien
en medio de la emergencia, había quedado olvidado al pie de las escaleras. Yo,
desesperada y alterada, intenté cumplir la misión que se me había asignado,
antes de volver a caer en cuenta que si intentaba bajar unas escaleras
mecánicas que estaban andando hacia arriba, la próxima caída iba a ser yo.
Sin embargo, mi ayuda no fue
necesaria, porque vi que una señora caritativa estaba acompañando a subir al
asustado niño, con el fin de reunirlo con su padre.
Y en éstas estábamos, cuando
llegamos todos a la cima de la escalera. Caras de preocupación y angustia por
doquier, excepto la del accidentado viejito, quién estaba como si nada. Fresco
como una lechuga, se negó a que los paramédicos del subte le midieran los
signos vitales, alegando que se encontraba perfectamente. Y después de darme un
beso en la mejilla como agradecimiento por haberme tomado la “innecesaria”
molestia de ayudarlo, se fue, caminando por su propio pie y con una energía
envidiable. Mientras que el señor que lo sostuvo y yo, tuvimos que quedarnos un
rato más en la entrada del subte, esperando que se nos normalizara la presión
arterial y nos dejaran de temblar las piernas.
¡Dios mío! ¿otra vez?
Yo soy de las que piensa que
cuando se repite un evento en nuestra vida, el destino está intentando darnos
un mensaje con respecto a algún tema que debemos trabajar para avanzar en
nuestro camino hacia el crecimiento. Y de
ahí que toda esta larga historia venga a ilustrar la siguiente reflexión, que
deseo compartir con ustedes:
La primera vez que se me
vino encima una persona en las escaleras mecánicas, logré sostenerla sola, sin
ayuda, y a costa de quedar luego con una dolorosa inflamación de los cartílagos
de mi pecho. Nunca grité, nunca pedí ayuda. Esta vez, grité también, en mi desesperación,
pero sólo para preguntarle al señor si estaba bien. Y aunque mis gritos no
fueron para pedir ayuda, y el señor se me fue de las manos, tanto él como yo,
al final recibimos ayuda y la situación se resolvió.
Quién me conoce bien,
probablemente ya se haya molestado y haya discutido conmigo acerca de mi terca
resistencia a pedir y recibir ayuda, que contrasta ampliamente con mi
disposición a darla a los demás. Y justamente en la época en la que ocurrió
este evento, ciertas circunstancias de mi vida me estaban llevando a contactar
con el hecho de que debo trabajar en mi dificultad para pedir ayuda. Así que,
mientras me preguntaba por qué me había ocurrido por segunda vez un evento de
esta clase, reflexioné que quizá era la forma que tenía la vida de señalarme
que cuando no pido ayuda, pueden ocurrir dos cosas: la primera es que logre
salir del embrollo, a costa de un gran esfuerzo personal y desgaste físico; y
la segunda, es que la situación se me escape de las manos. Sin embargo, si doy
señales de que algo está pasando, probablemente alguien me tienda la mano, y se
logren aminorar los efectos de la situación.
Y en eso ando, intentando
incorporar las lecciones de los extraños eventos en los que, por alguna razón,
me veo envuelta. Sin embargo, es mi deseo, querido lector, que aprendas un poco
de la experiencia ajena, y no llegues al punto de que la vida tenga que
lanzarte a dos viejitos por las escaleras mecánicas, para que te des cuenta de
que cuando algo se vuelva demasiado pesado para sostenerlo tú solo, abras esa
boca y grites: “¡AUXILIOOOO COÑOOO!”. Porque lo más probable es que siempre
aparezca alguien dispuesto a ayudarte, aunque no lo esperes.
Hasta una próxima edición.
About author: Maitana Delgado
En este orden: Ser humano. Mujer. Emigrante venezolana en Argentina. Hija, hermana, amiga. Psicóloga egresada de la Universidad Católica Andrés Bello, Venezuela. Máster en Psiconeuroinmunoendocrinología de la Universidad Favaloro, Argentina en proceso. Facilitadora de Técnicas de Terapia Psicocorporal de ASOFIPSICOS. Escritora aficionada de mis aventuras desventuras. Practicante descoordinada, pero entusiasta, de pole fitness. Fiel creyente del humor como la mejor de las medicinas. Alma viajera con el monedero vacío, por los momentos. No puedo comer chocolate.
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Excelente Maiti, por fin leí esta entrada tuya :) Gracias por ayudar a los viejitos, y por la reflexión!!!!
ResponderEliminarYa veremos con qué nuevos cuentos se vendrá después de su viaje.
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