Crónicas Maitanas: La crónica criminal - Parte II: Equipaje Incriminatorio


En la primera parte de esta crónica criminal, les comentaba que después de un viaje de 10 horas entre Buenos Aires y Houston, fui retenida por los agentes migratorios del aeropuerto estadounidense, bajo sospecha de… la verdad no sabría decirles de qué. Sin embargo, al revisar mis pertenencias, se hizo claro tanto para los agentes como para mí, el motivo de mi retención: estaba siendo revisada bajo sospecha de presunta prostitución y tráfico de sustancias.

Mirándolo desde cierta perspectiva, el asunto había comenzado a darme gracia. Allí estaba yo, a las 5:30 A.M., sin haber dormido nada después de tan largo vuelo, y con 7 agentes migratorios revisando los contenidos de mis tres maletas, que a pesar de que venían casi vacías, las pocas cosas que guardaban estaban contando una historia bien interesante.

Viniendo de una familia de médicos, en la cual se le daba una importancia especial a un «kit de primeros auxilios» al viajar, no era de extrañar que tuviera en mi neceser una cantidad respetable de pastillas y medicamentos destinados a salvarme en caso de cualquier necesidad. Tenía, de hecho, medicinas contra la gripe, el dolor de cabeza, de vientre, malestares estomacales, antibióticos para la sinusitis, infecciones urinarias y pare usted de contar. Porque mujer prevenida vale por dos.

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¿Qué hay de malo en estar excesivamente preparada para cualquier situación de salud que pueda surgir en un viaje? 

Claro, que al insoportable oficial migratorio que estaba a cargo de mi caso, no le resultó muy convincente mi explicación. Aparte, había revisado mis conversaciones de Whatsapp y vio que le escribí a un tal «Tío Flaco» (el apodo que le tengo a mi tío): «Nos vemos en Houston. Ojalá no vayan a pensar que la yerba mate de la que te antojaste es marihuana». Obviamente, el oficial a todas luces de ascendencia latina y hablando inglés con un marcado acento latinopretendió no entender español y me preguntó que si yo traía marihuana en mis maletas. Le explique que lo había dicho como broma hacia mi tío, porque traía un paquete con hojas verdes adentro, pero él no me creyó ni una palabra. Así que después de preguntarme varias veces, y de distintas maneras, si consumía sustancias psicotrópicas o drogas de prescripción, ordenó a sus subalternos a revisar por internet todas y cada una de las pastillas que traía conmigo. Amarga fue su decepción al no encontrar ahí ni un miserable Valium que confirmara sus sospechas. Sin embargo, le quedaba un as bajo la manga: el perro antidrogas.

Aparentemente, los perros de servicio de migración no pueden ser acariciados mientras trabajan. De eso me enteré cuando me llamaron la atención al intentar hacerle mimos al pastor alemán que se encontraba olisqueando mis pertenencias mientras dejaba pelos sobre mi ropa y mis maletas, y pisaba los alfajores que les traía a mis primas. El desinterés del cánido volvió a desesperar a mi captor, quién le restregó el paquete de yerba mate en las narices a ver si se había pasado algo por alto, pero el perro siguió de largo. Al policía se le acababan las opciones, así que comenzó a revisar los otros contenidos de mi cartera.


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Afortunadamente, Fido no tuvo nada que decir con respecto a mi equipaje. 

Como mencioné en la primera parte de estas crónicas criminales, recién había comenzado a trabajar como personal offshore para una compañía americana de reclutamiento; y llevaba conmigo un pequeño cuaderno en donde anoto las vacantes. Para evitarme aún más problemas de los que ya tenía, omití esa parte de la información cuando me hicieron el interrogatorio inicial. Lamentablemente, en dicho cuaderno se hallaba también un documento de la empresa para la que trabajo, en la que declaro que, como no resido en territorio estadounidense, no debo pagar impuestos al IRS. Sin embargo, el oficial se aferró al nuevo descubrimiento como una posible prueba incriminatoria, sugiriendo que yo sí debía pagar impuestos al fisco estadounidense, y los estaba evadiendo.

La situación era tan absurda que comencé a reírme, mientras le pedía que leyera atentamente el documento. Pero por supuesto, al agente no le interesaba leer nada, sólo conseguir que yo me contradijera en algo, por lo cual después de preguntarme varias veces y de distintas formas si yo estaba evadiendo impuestos al gobierno de Estados Unidos, se dio por vencido con ese tema y pasó a revisar mi pobre monedero, que contaba en su haber con humildes 200 US$.

Obviamente el oficial no entendía como una mujer de 26 años, que alegaba estar trabajando como niñera y haber reunido 200 dólares con su trabajo, viajaba a Estados Unidos con 3 maletas casi vacías e insistía en que venía a llenarlas «con la ropa vieja que le regalaba su tía». Y por mucho que yo tratara de decirle que en verdad, mi tía y yo somos de la misma talla y ella me regala tanta ropa y cosas que no utiliza que luego no me cabe en el equipaje, para él, el hecho era inconcebible. Intenté hablarle además de mi extraordinaria habilidad para encontrar ofertas y rendir el dinero, pero no me creyó. Y así fue que me encontré escoltada por dos agentes femeninas a un frío cuartito en donde me pidieron que me despojara de mis suéteres, zapatos y medias, y procedieron a cachearme en busca de drogas o armas ocultas en mi cuerpo. Mientras una señora entrada en carnes, desarreglada y con cara de pocos amigos me apretaba los senos y las nalgas en busca de sabrá Dios qué cosa, intenté darme ánimos a mí misma imaginando que el cacheo me lo estaba haciendo Channing Tatum, el actor de Magic Mike, porque la cruda realidad era que ya no se podía caer más bajo. Y cuando ¡oh, sorpresa! La inspección de mi cuerpo también fue negativa, se me permitió volver a la máquina de rayos X, en donde el maligno enanito me esperaba con otra hipótesis más.


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¡ME DECLARO CULPABLE! (soñar no cuesta nada...)


Después de haber revisado mis fotos personales en mi celular mientras yo era revisada, el oficial de migraciones se había dado a la tarea de atar cabos: «Miss Delgado, veo que usted hace pole dance. Eso explica muchas cosas». Al observar mi expresión de incredulidad, procedió a explicarme que, en vista de que traía conmigo sólo 200 dólares, el único pantalón que traía era el que tenía puesto, y en cambio tenía muchas pantaletas/bombachas/calzones de vivos colores (las cuales iba a regalar a mis primitas porque mi mamá me las compró de 3 tallas menos que la mía), era obvio que pretendía llenar mis maletas «trabajando». Y con el tono dejó entrever que por «trabajo» se refería a la profesión más antigua del mundo. Porque en su cabeza, había formado la siguiente ecuación: 


+ pantaletas – pantalones + pole dance - dinero = PROSTITUCIÓN FLAGRANTE.

Pensándolo bien, la cosa hasta tenía sentido. Sin embargo, mi actitud colaboradora y calmada se terminó de romper en ese momento, y le dije que si estaba insinuando que yo había venido a prostituirme, estaba muy equivocado. Ahí saltaron en su defensa el resto de sus colegas, conscientes de que ante un juzgado, yo podría alegar que el oficial migratorio me estaba difamando y dijeron que él nunca había insinuado eso, pero que si se veía desde un punto de vista racional, ¿quién viajaba sólo con un pantalón y una docena de pantaletas nuevas de vivos colores?

¡PUES YO, COÑO!
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Si yo fuera prostituta, estaría viajando así, y no al lado de dos hombres que no me dejaban salir a hacer pis, y comiendo comida que sabía a medias sucias. 

Afortunadamente, el policía de migraciones comprendió que se estaba metiendo en aguas turbias con sus hipótesis, ya que no daba pie con bola en ninguna. Por lo que no le quedó más que recurrir al último recurso que le quedaba: comprobar si era verdad lo que yo venía diciéndole desde hacía tres horas, y ver si había un tal señor José Delgado, mi tío, esperándome en afuera.

Ya para ese entonces, me fijé que era la única persona en toda el área de rayos X que no portaba uniforme policial. Habían desplegado casi todo el personal de refuerzo del aeropuerto para revisar mi equipaje y mi extenso “kit de primeros auxilios”.  Y era evidente, por su cara de aburrimiento mientras revisaban el nombre de cada una de mis pastillas en la computadora sin encontrar nada interesante, que el resto de los suboficiales se habían dado cuenta que, a pesar de lo aparentemente incriminatorio de mis pertenencias, yo era sólo una pasajera inofensiva, un poco hipocondríaca y escasa de dinero, que venía a pasar unas semanas con su familia.

A todas estas, ya eran las 8 A.M., y yo tenía tres horas parada, sin comer ni beber nada, con la vejiga a reventar, y todas mis pertenencias expuestas en la sala de rayos X. El agotamiento hizo de las suyas y terminó de evaporar el último vestigio de paciencia que me quedaba. Los que me conocen, saben que estoy en mi momento de mayor agresividad y hastío cuando tengo sueño, y precisamente ese estado me llevó a decir en voz alta a los oficiales: «¡Bueno, ustedes verán si me devuelven para Argentina, para Venezuela, o me dejan pasar. Pero yo tengo hambre. Así que con su permiso, yo voy a comer, y me voy a poner a leer este libro. Ya me informarán ustedes cuando terminen, que es lo que van a hacer conmigo!». Y con total desparpajo, saque unas galletas de arroz y un frasquito de agua de mi cartera, mientras retomaba la lectura que había comenzado en el avión, apoyada incómodamente en la cinta transportadora de la máquina.


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 Porque se me acabaron todos los que tenía.

No había leído dos páginas cuando llegó el oficial migratorio maligno a decirme que había hablado con mi tío, y que este le había dicho que yo venía, como ya había hecho en tres ocasiones anteriores, a cuidar a mis primitas mientras él y mi tía se iban de viaje; que sí, él iba a cubrir mis gastos de alojamiento y comida, y que sí, mi tía en verdad me iba a regalar tal cantidad de ropa que yo iba a necesitar esas dos maletas. Por mucho que amenazó a mi tío, lo intimidó diciéndole que iba a perder su ciudadanía estadounidense y su trabajo, y le preguntó que si yo me ganaba la vida de otra manera que no fuera siendo niñera, el policía no logró obtener ninguna información que validara su hipótesis de que la mujer que había retenido por más de tres horas, era una prostituta-narcotraficante-terrorista.

No le quedó más remedio al hombre que dejarme ir, según él, porque era muy temprano aún y no había llegado su superior, quién seguramente si me habría deportado. Y después de decirme que ni se me ocurriera trabajar mientras estuviese en suelo norteamericano, ni manejar, ni casarme con un norteamericano por la nacionalidad, se fue a cargar mis datos en un sistema, dejándome a cargo de dos policías, que amablemente me ayudaron a volver a llenar mis maletas. Uno de ellos, interesado en la maestría que estoy haciendo, me iba preguntando qué podía hacer para complementar el tratamiento de su hipertensión mientras me ayudaba. Una cosa llevó a la otra, y terminamos hablando acerca de la disfunción eréctil que al parecer, «le afectaba a un amigo». Lo orienté como pude, tomando en cuenta la falta de privacidad que podíamos tener en la sala de rayos X del aeropuerto.


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Demasiada información para el poco tiempo que tenemos conociéndonos, oficial.

Otro policía, discretamente, se me acercó a devolverme mi Tablet (la cual estuvo encargado de revisar), y me dijo quedamente en español que borrara de mis cuentas de correo electrónico todo lo relacionado a mi trabajo freelance para la empresa americana mientras estuviera en el país, por si acaso. Le agradecí su consejo y su ayuda, por haberle dicho a su superior que mi Tablet no tenía nada extraño, y la guardé en mi cartera.

Finalmente, el enanito llegó con mi pasaporte, y me informó que ya no podría quedarme los 6 meses que inicialmente permite la ley estadounidense, sino sólo un mes, porque «no le había gustado la actitud que tomé en el interrogatorio». Le informé que sólo iba a estar tres semanas, como estipulaba mi pasaje; pero él, para no perder la costumbre, ignoró olímpicamente mi comentario, me recalcó que ni se me ocurriera quedarme de ilegal en Estados Unidos, y me entrego ¡por fin! mi pasaporte. 

Los otros dos oficiales migratorios me ayudaron a cargar mis maletas en el carrito, y prácticamente corrí hasta la salida, en donde finalmente, y después de 4 años, me reencontré con mi tío.

Luego del abrazo reglamentario, lo primero que le dije fue que nos fuéramos rápido del aeropuerto, porque necesitaba con urgencia urgentísima hacer pis. Mi tío se detuvo y me dijo que fuera a uno de los baños del aeropuerto, que él me esperaba. Pero yo ni loca, ¿a ver si el enanito me llevaba presa por hacer pis de manera indebida? No, señor. Los empujé a él y al carrito hacia el ascensor, y haciendo eco de toda mi rabia, mi indignación, mi cansancio y mis nervios, le espeté: «¡Vámonos, porque yo no pienso ni mear en esta mierda!».

Y así, señores, concluye mi penosa travesía desde Buenos Aires hasta Houston, la cual les he contado con la esperanza de que si van a viajar, estén conscientes de lo que empacan en sus maletas, porque a veces, las cosas más inocentes pueden terminar metiéndonos en un problema que esperemos, no termine yendo más allá de una grandísima ARRECHERA.


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