CRÓNICAS MAITANAS: EL DÍA BORROSO

Entrada del día 10/04/2015, 3:27 P.M.-Desde mi monoambiente,

Como venía contándoles, llegar a conseguir un lugar en donde vivir en Buenos Aires, se me había hecho una tarea muy compleja (ver Crónicas Maitanas anteriores). Pero después de conseguir rentar mi minúsculo monoambiente, la vida dio un giro definitivamente positivo para mí.

Poco a poco, iba adquiriendo una pequeña rutina. Ir al mercado, cocinar para varios días, ir comprando algunas cosas para la casa, limpiar, ordenar las pertenencias que me pude traer… poco a poco todo iba cayendo en su lugar e iba tomando forma. Empecé a disfrutar de las ventajas de vivir sola, ya que por doquier le veía virtudes al asunto. No había que pelear con nadie por salvaguardar el último resto de cereal o de leche; el baño siempre estaba solitario, pulcro y con la tapa del inodoro abajo, especialmente de noche (después de vivir con un hermano y un tío, pensé que esto sería imposible); si había tenido un mal día, podía llorar o drenar mi mal humor a mis anchas, sin que nadie se preocupara o intentara inmiscuirse. Podía dormirme y despertarme a la hora que yo quisiera. En fin, ventajas por doquier. O al menos, eso creía… hasta que la vida me hizo darme cuenta de que vivir sola también conlleva su cuota de sacrificios.

Entre las ventajas de las que gozaba en mi nueva vida independiente, se encuentra una cama matrimonial tamaño Queen. Está bastante bien para una persona que tuvo que dormir en sofás todo un mes, de los cuales varios eran tan pequeños que debía acurrucarme en posición fetal y mantenerme así durante la noche. Si bien la primera vez que dormí en mi nueva cama, amanecí cual estrella de mar (una pierna pa’cá, la otra pa’llá…), ocupando toooda la superficie disponible, las noches subsiguientes volví a mis hábitos de sueño normales, y ocupaba únicamente la mitad de la cama. Por supuesto, que siendo ésta tan espaciosa para mí, no vi problema alguno en dejar mis lentes/anteojos/gafas del lado de la cama que no usaba, por pura pereza de estirarme un poco más y dejarlos sobre el escritorio. Y así hice por unos cuantos días, porque, total ¿qué podía pasar?

¿Cuándo terminaré de aprender que la única respuesta a ese: «Total ¿qué puede pasar?», es «justamente aquello que ni te imaginas que puede ir mal»?

Yo he usado lentes desde los 9 años. A mis 25 años de edad, el único par de lentes que se me rompió, fue en un accidente de tránsito en el que mi mamá y yo nos volcamos. Aquella vez, los lentes salieron volando por la ventana del automóvil y cayeron en el asfalto. Tenían una buena excusa para romperse. Y lo bueno era que yo tenía otro par de repuesto en casa, que me trajo mi padre cuando llegó a la sala de emergencia después del accidente. Ventajas de vivir acompañada.

Lamentablemente, al vivir sola la historia cambia, y el final feliz tarda más en llegar. Es por eso que, cuando me levanté en la madrugada del día 09 de abril, aterida de frío otoñal, lo último que pasó por mi cabeza cuando rolé mi cuerpo en la cama para acercarme a la gaveta en busca de unas medias y un suéter para abrigarme, fue que mis lentes estaban peligrosamente cerca de mi codo.

Un sonoro «¡crac!» me informó de mi mala suerte. Había quebrado la montura del único par de lentes que me había traído a Argentina. A las 3 a.m.. Y tenía 5 puntos de miopía en cada ojo, más 0,75 y 1,25 de astigmatismo; no recuerdo cuánto tiene cada quién, pero a los efectos es lo mismo: estoy bien cegata. Aparte, no había cambiado nada de dinero, por lo que solo contaba en la cartera con 150 pesos argentinos (alrededor de 10 USD). La mañana siguiente iba a estar bien interesante.

Oh God Why

Afortunadamente, mi buena amiga Fabiola (la del departamento sin agua ni luz), estaba despierta a esa hora, y me recomendó que fuera al Hospital Santa Lucía, de especialidades oftalmológicas, que debía encontrarse a unas 10 cuadras de mi casa. 10 cuadras de casa, con tanta miopía y astigmatismo, iban a ser todo un reto. Deseé fervientemente tener el «giratiempo» con el que Hermione Granger asistía a todas las clases en la serie de Harry Potter, con el fin de poder devolver el tiempo para poner mis lentes sobre el escritorio en vez de dejarlos en la cama, por floja. Lamentablemente, lo único que comparto con la heroína son las ínfulas de sabelotodo, pero más nada. Así que triste, pero con la información del hospital en mente; y sabiendo que ya no podía hacer más nada por cambiar mi suerte, decidí irme a dormir.

Al día siguiente, la mañana comenzó un poco accidentada. Boté un poco de leche en el piso, porque calculé mal el espacio entre la bolsa (acá en Argentina, la leche líquida puede venir en bolsa) y la taza. También, me cayó crema dental en la blusa, y me comí un botón del suéter, como se encargó de informarme amablemente el portero del edificio cuando me vio saliendo. Aun así, logré salir con mucho aplomo y dignidad, bizqueando y mirando constantemente al piso, para evitar pisar alguna caca de perro, de las muchas que decoran las calles de Buenos Aires. Logré superar exitosamente la primera cuadra, y le pregunté a un kioskero acerca de alguna óptica cercana. Me reiteró que a 10 cuadras de ahí, estaba el Hospital Santa Lucía, y que cerca debían encontrarse varias ópticas. Me dio una dirección, pero no vi la necesidad de informarle de que no iba a poder ver los letreros para confirmar si estaba en la dirección correcta o no, ya que a duras penas estaba pudiendo verle la cara a él. Sin embargo le agradecí y continué mi camino.

En todas mis entregas, he resaltado el hecho de que Dios no me deja sola nunca, y esta vez no fue la excepción. Me salvé de ser atropellada por una bicicleta, una moto y un colectivo, porque iba más pendiente de evitar pisar una caca o caer en un hueco, que de evitar que un vehículo me llevara por delante en la calle. La bicicleta y la moto frenaron a tiempo, ambos conductores puteándome a todo lo que les permitía la voz. Del colectivo me salvó una señora que me tomó por el brazo y me dijo: «¡pero fijáte por donde caminás!». ¡Lo que ella no sabía era que precisamente eso era lo que estaba haciendo! Por supuesto que venía viendo por donde caminaba, si lo que me faltaba era que además, ¡pisara una caca!

Afortunadamente, luego de mucho andar, y preguntar, y pegármele a la gente a la hora de cruzar la calle para evitarme más sustos (y disgustos a la gente), vi en la vereda de al frente, un local, que en lugar de un letrero, tenía unos enormes lentes de montura roja, que habrían sido la envidia de Celia Cruz. Me cortaba una mano a que aquello era una óptica. Así que crucé la calle y pegué la nariz al vidrio de la puerta para leer: «Instituto Óptico San Juan». ¡Bingo! Había llegado viva y sin pisar ninguna suciedad, a la óptica.

¿Me van a decir que estos lentes no serían la envidia de Celia Cruz?

Una vez allí, procedí a explicarle al encargado, quién me notificó que mi montura era inservible ya, pero que los vidrios estaban en perfecto estado, y podían ser insertados en otra montura, de las cuales afortunadamente aún les quedaban dos (02) ejemplares. Una era verde con negro, y la otra verde con amarillo. Y, eligiendo el menor de dos males, me tocó escoger la montura verde con negro. Ahora el próximo paso era pagar, y como había mencionado antes, solo contaba con 150 pesos en la cartera. El costo total de la montura ascendía a 350 pesos argentinos, por lo cual le dejé al señor los 150 que tenía como abono, y me tocó ir a cambiar dinero. 

Ese fue el primer día que me tocó tomar el subte sola, hacia una casa de cambio que quedaba en un lugar recóndito, y al cual sólo había ido una vez, hacía ya más de un mes, y acompañada. No dejé que la situación me amilanara y tomé mi tren, nuevamente con la nariz pegada al vidrio de la ventana, para poder ver los letreros de cada estación. Igual el tren tiene un aviso sonoro que indica en qué estación estás, pero yo quería estar segura. 

Una vez en la estación correspondiente, me bajé y, por obra y gracia del Espíritu Santo, terminé justamente en el lugar a dónde iba. Y aproveché y cambié en ese momento, el dinero equivalente a 6 meses de alquiler del departamento. Porque sí, porque me volví loca. 

Así que ahí estaba yo, sola, extranjera, desorientada, cegata y con un realero en la cartera.

Pero tampoco dejé que eso me detuviera, y poniendo cara de culito, me monté en ese subte, agarrando fuertemente mi cartera y frunciéndole el ceño a esa masa de caras informes que veía en el tren. Nadie sospechó que todo era una fachada para que no me robaran; ni mucho menos se dieron cuenta de que yo no tenía manera de saber a quién estaba viendo. Sólo fruncía el ceño y los miraba feo a todos por igual. Y de algo sirvió la treta, porque nadie se me acercó nunca, y logré llegar por donde me había venido, de regreso hasta la óptica.

Una vez ahí, aboné el importe restante, y el optometrista me entregó mis lentes. ¡Oh, gloria divina! ¡La luz y la nitidez habían vuelto! Me di cuenta inmediatamente que no sólo me había caído crema dental en la blusa, sino también en el pantalón. Tenía leche en el zapato y no me había peinado bien. Pero no importaba, porque en menos de tres horas, había logrado solventar mi problema, sola, y por un precio menor al esperado.

Una vez que te acostumbras, no son tan feos

Ya camino a casa me di cuenta de que vivir sola es cómodo, pero también te enseña a que cuentas contigo mismo en ciertas ocasiones, que no son para nada fáciles. Desde partir tus lentes cuando tienes 5 de miopía en cada ojo, y debes resolver la situación en una ciudad que no conoces, hasta enfermarte de gastroenteritis fulminante a las 4 de la madrugada (yes, I’ve been there). Todas son situaciones de estrés que ponen a prueba tu capacidad de resolución de conflictos y de autocuidado. Y es bueno, una vez que la tormenta ya ha pasado, darte cuenta de que sí tienes dentro de ti las herramientas para hacerle frente al «monstruo» que antes tus familiares, amigos o pareja enfrentaban por ti. Y pocas cosas son tan satisfactorias como saberte capaz de enfrentar exitosamente estas pequeñas batallas que, cuando se ven con objetividad, no eran tan monstruosas. Y es por esto que puedo afirmar con certeza, que –irónicamente,  el día que me quedé sin lentes fue cuando pude VER, con mayor nitidez, de que estoy hecha. 

Definitivamente, cada día en Buenos aires ha resultado ser toda una aventura y un aprendizaje. Lo bueno es que eso nos ha dado Crónicas para rato. Seguiremos informando.

Hasta una próxima edición.

6 comentarios:

  1. ahhh Sobrina sola ti y el pato lucas le sucede esto, ja ja

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  2. Luego de leerle tu cronica a Gladis, todavia se esta riendose sabes como es ella ah te manda saludosy Bendiciones, recuerda que esta pendiente de ti.

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  3. Luego de tu partida y leer tus ultimos comentarios me ha estado vivirlo uff me he armado de paciencia, para no llegar a la luna en casa.

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    1. ¡Gracias por leer! Le diré a Maiti que les responda pronto por esta vía. Saludos

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  4. Gracias por compartir tus anécdotas!!! jajajaja... gracias a tu tía Saskia las leo... ya sé para llevar un par de lentes si me toca emigrar...

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    1. En nombre de los dos, muchas gracias por leernos en serio. Le dire a Maiti que les responda en lo que pueda. Saludos.

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