La historia de I.: cuarta parte - La recompensa
Para refrescarles un poco la memoria,
nuestra protagonista, I. estaba a punto de ser educadamente echada de casa de su hermano mayor, al que tanto había anhelado conocer, y quien había resultado
ser una amarga decepción en su vida.
Y por educadamente echada nos
referimos a que, si bien ella le había planteado a su hermano que le resultaba
mejor buscar una habitación más económica y más cercana al lugar en donde
trabajaba haciendo burritos, lo había comentado como una posibilidad a futuro,
dado que aún no había encontrado ninguna oferta de vivienda que se le
acomodara. Es más, lo comentó por comentarlo, ya que su hermano rara vez
parecía escucharla, o al menos registrar algo de lo que ella decía. Sin
embargo, para los que vienen siguiendo la historia, era de esperarse que, si
para algo paraba la oreja el hermano de I., era para cualquier tema que
estuviera relacionado con hacerle ganar –o perder– dinero. Pero ya entraremos
en detalle en su debido momento.
Mientras tanto, los acontecimientos en
la vida de I. iban tomando demasiada velocidad para su gusto, y las cosas se
estaban saliendo de control. Luego de unos meses en su empleo en el local de
burritos, comenzó a tener roces con la manager, luego de que una noche saliera
a las 10:45 P.M. en lugar de a las 11, como le correspondía; ya que a las 10:50
P.M. salía el último autobús para su casa, que se ubicaba a 1 hora de su lugar
de trabajo. Y como comprenderán, emprender el retorno a casa a pie, por más que
se encontrara en un país del primer mundo, no le parecía la idea más
conveniente, tomando en cuenta que aún ni siquiera sabía orientarse en la
ciudad, y que al pedir direcciones en inglés se arriesgaba a que, o los
australianos no comprendieran su pronunciación, o que ella no entendiera la de
ellos. Así que dejó sin trapear un lugar apartado del restaurante, cerró el
local y tomó el autobús a casa. Y fue ese pequeño desliz el que le acarreó la
mala opinión de la manager, quién de ahí en adelante, movió cielo y tierra para
ir reduciéndole el número de horas laborales a nuestra protagonista.
Al menos los clientes la valoraban cuando hacía burritos
Y un menor número de horas laborales
se traducía en menos dinero para pagar la elevadísima deuda que había contraído
con la universidad, en la cual seguía haciendo su curso de inglés, antes de
comenzar la maestría en comercio internacional para la cual se había inscrito. Así
que en esas estaba, sacando y sacando cuentas, estudiando todas sus opciones
para ver de qué manera podía producir más dinero y administrarlo mejor, cuando
le llegó la esperada, pero aun así temida y dolorosa noticia: el local de
burritos la había despedido.
Amarga fue su pena cuando se encontró
desempleada y a sólo unos cuantos pasos de la bancarrota. Aparte, no contaba
con una red de apoyo en Australia. Sí tenía un buen amigo australiano y una
colombiana con los cuales podía desahogarse un poco, pero al llegar a casa
estaba sola, ya que intentar buscar apoyo moral de su hermano era como esperar
reacción de una pared. O de una piedra. Tampoco podía conversarlo de forma
abierta con sus padres, porque no quería preocuparlos en ese momento; aparte,
con la mayoría de sus seres queridos al otro lado del mundo, la diferencia
horaria hacía difícil la comunicación digital, por lo que pasó la mayor parte
de su mes como desempleada, tragándose sus preocupaciones. Sin embargo, el
destino siempre guarda cartas bajo la manga, que saca en el momento más
oportuno.
Encontrábase nuestra heroína en camino
a una entrevista laboral –esta vez para servir helados–, cuando se vio perdida.
No tenía ni idea de cómo llegar al famoso centro comercial en donde se
encontraba la heladería. Así que, desesperada, le pidió ayuda a una señora que
pasaba por la calle con su carro. La señora se detuvo, y casualmente, se había
quedado sin dinero e iba al cajero más cercano, que se encontraba en el mismo
destino al que iba I., por lo que amablemente le ofreció llevarla hasta allá.
Habiendo emigrado de Venezuela, para nuestra protagonista era un hecho disparador del
pánico más profundo el montarse en el automóvil de un desconocido. Sin embargo,
la señora, adivinando un poco su temor, se le adelantó y le presentó a su
pequeño hijo de 7 años, que iba en el asiento de atrás del carro, y a quién I.
no había visto, preocupada como estaba. Y ante esto, I. decidió entregarse a la
providencia, argumentando que una señora con un niño de 7 años, no parecía
tener mucha pinta de alguien que la iba a ofrecer como sacrificio para las
fuerzas del mal. Aparte, la señora era su única opción para llegar a tiempo a
la entrevista.
Así que, conversa que te conversa, la
joven entabló una rápida amistad con P. y su hijo M. Y, a falta de alguien con
quien hablar, terminó contándole toda su vida a su nueva amiga, quién la
escuchó pacientemente y le dijo que, en caso de que decidiera mudarse de donde
su hermano, ella estaba alquilando una habitación en su casa –a 50 dólares
menos de lo que ella pagaba en donde vivía–. Le dio su número y se despidieron
como si se conocieran de toda la vida.
Era un lindo lugar para trabajar...pero el destino tenía otros planes para ella
Finalmente, I. llegó a la entrevista
en la heladería, pero no le dieron ese trabajo. Ya estaba llegando al punto de
la desesperación en el cual consideró regresarse a Venezuela y rezar para que
la Interpol no la localizara jamás, puesto que iba a dejar una deuda tremenda
en la universidad; cuando recibió la bendita llamada que le anunciaba que había
obtenido el puesto como barista en el café de un hospital. ¿Quién lo iba a
creer? Haber invertido en ese curso de barista rindió sus frutos.
Feliz, procedió a contarle a su
hermano, a quién nuevamente, la noticia no le dio ni frío ni calor. Y aprovechó
el momento para comentarle su encuentro con la señora del aventón, a quién
estaba considerando contactar para convertirse en su inquilina. A su hermano no
le pareció muy buena la idea, porque pensaba que la señora sólo quería tener a
alguien con quién dejar a su niño; sin embargo, le dijo que si quería irse, le
diera un preaviso de dos semanas para él encontrar a un nuevo arrendatario –las
cuales tendría que pagar, por supuesto–, y que después podría irse. I. aceptó, y
una vez finiquitado el tema con su hermano, se fue a dormir tranquila, pensando
en su nuevo trabajo y su nuevo hogar… bueno, cuando contactara a la señora,
pero ya pensaría en eso al día siguiente.
En efecto, se vio obligada a pensar en
el tema de contactar a su (con el favor de todas las fuerzas divinas) posible casera, cuando su hermano le
anunció al día siguiente, que necesitaba que desalojara la habitación en dos
días, porque ya había conseguido a una nueva inquilina, que se mudaba ese mismo
día –sí, ese mismísimo día–, a la habitación de al lado, que sería ocupada en
dos días por otro nuevo inquilino. Así que sí, él necesitaba que ella se fuera.
Ya arreglarían el tema de la devolución de las dos semanas de alquiler que ella
había pagado por anticipado. ¿Que ella aún no había contactado con la señora
que le había ofrecido la habitación? Uh, qué lástima. Bueno, más valía que la
fuera llamando rápido, a ver si la habitación estaba disponible todavía. ¿Que
no había recogido aún sus pertenencias? Bueno, ¿pues qué estaba esperando? La
habitación debía estar como nueva en dos días.
Y así, señores, es como se echa
educadamente a un inquilino de su casa.
A I. la barrieron con elegancia...
No le quedó más opción que llamar a
P., y rezar para que su oferta siguiera en pie, cosa que afortunadamente aún
estaba. Y en cuestión de dos días, sus pocas pertenencias fueron embarcadas en
el carro de su hermano, quien –en un arrebato de solidaridad que I. achacaba
más a una descompensación por un golpe de calor, que al hecho de que su hermano
tuviera un gesto de amabilidad con ella–, la llevó hasta su nueva casa, en
donde conviviría con una señora que había conocido en un viaje de media hora en
carro, y el pequeño hijo de ésta. Y algo le decía que a pesar de no compartir
ningún lazo de sangre con estas dos personas, le iba a ir mejor que con su
propio hermano. Se despidió como quien despide al chofer del camión de la
mudanza, y comenzó su nueva vida.
Poco a poco, el vínculo con P. y el
pequeño M. se fue haciendo más sólido. Volver a casa y tener a alguien con quien
conversar, era más reconfortante para I. que ver su cuenta del banco llenándose
poco a poco, con los ingresos provenientes de su nuevo trabajo. El hablar de
sus preocupaciones con P., y con uno de sus amigos australianos, le hizo buscar
opciones para poder abandonar la maestría a la que se había inscrito y no podía
pagar, y logró, después de mucho sufrimiento, llegar a un acuerdo de pago por
cuotas con la institución, de forma que lograra pagar la deuda que había
contraído (que al abandonar la maestría se redujo de manera importante). Su
vida fue volviendo a su cauce, y lentamente logró poner un poco de orden en el
caos que habían sido sus primeros meses en Australia. Incluso comenzó un
diplomado en contabilidad, para seguir su formación como profesional. Estar en
un ambiente en el que se sentía querida y apreciada era todo el impulso que
necesitaba para seguir remando en los rápidos a los que se había lanzado desde
que salió de su país.
Tener con quién celebrar tu cumpleaños, un detalle, un dibujo abstracto pero hecho con cariño...¿qué más hace falta?
Pero todo eso palideció en comparación
con lo que verdaderamente había estado esperando –aunque ella ya no sabía que
seguía esperando encontrar eso–. De esas cosas de la vida que, en su sencillez,
terminan siendo infinitamente bellas. Se encontraba alistándose para ir al cine
con P. y M., cuando éste, desde la puerta de la casa, intentó apurarla
diciéndole: “Let’s go, sister!”. “Vámonos, hermana”. Tan sencillo, que casi se
le pasó por alto el hecho de que había emigrado a Australia buscando a su
hermano… y resulta que al final, si lo había terminado encontrando, aunque en un
frasco más pequeño, de cabello rizado y una lengua muy afilada para sus, ahora,
9 años. Y con un bonus importantísimo, ya que P. se había convertido en su
madre/amiga/confidente. ¿Quién lo diría? Después de tanto tiempo y tantos
contratiempos, había encontrado mucho más de lo que había venido a buscar.
Resulta que a la familia muchas veces no la une la sangre, sino el vínculo que
surge del amor, la preocupación por el bienestar del otro y las ganas de estar
ahí para ellos.
Y nuestra protagonista se dio cuenta
de que –sin desmerecer el apoyo que recibió siempre de su familia y amigos al
otro lado del mundo–, lo único que verdaderamente hace falta para surgir no es
el dinero, ni las conexiones, si no tener a tu lado gente que te ame, te apoye
y te aliente en el camino cuando te sientas desfallecer. Que la verdadera
riqueza está en llegar a casa y tener una cara sonriente esperándote, aunque
después esa sonrisa torne en una mueca cuando te tardes un poco más de la
cuenta en salir del único baño que hay en la casa. Y no importa, porque al
final, el único “Gatorade”® que importa en el camino de la vida, es el amor y
el apoyo de tus seres queridos, porque con eso se pueden enfrentar hasta los
embates más duros. Y sobre todo que la vida siempre, pero siempre, te trae lo
que estás buscando. Sólo que a veces tarda un poquito más.
Incluso si pediste un hermano.
Ha sido un honor contar tu historia,
I.
Has llegado lejos.
About author: Maitana Delgado
En este orden: Ser humano. Mujer. Emigrante venezolana en Argentina. Hija, hermana, amiga. Psicóloga egresada de la Universidad Católica Andrés Bello, Venezuela. Máster en Psiconeuroinmunoendocrinología de la Universidad Favaloro, Argentina en proceso. Facilitadora de Técnicas de Terapia Psicocorporal de ASOFIPSICOS. Escritora aficionada de mis aventuras desventuras. Practicante descoordinada, pero entusiasta, de pole fitness. Fiel creyente del humor como la mejor de las medicinas. Alma viajera con el monedero vacío, por los momentos. No puedo comer chocolate.
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