LA HISTORIA DE G.- PARTE II: DUBLÍN, UNA NUEVA VIDA

Como veníamos contando, G. (31) salió de su Venezuela natal rumbo a Dublín, para encontrarse con su prometida y comenzar junto a ella una vida que le permitiera un mejor futuro para él y su familia. Así que su primer pensamiento al aterrizar en esa ciudad fue: «¡No puedo creer que en verdad esté haciendo esto!». Y es que, como todos los que emigramos sabemos, dar el paso es una experiencia cargada de mil emociones, entre las cuales destacan el susto, los nervios y la emoción.
En medio de ese berenjenal de emociones, llevaba presente el único consejo que le dieron familiares y amigos antes de salir del país; «Pórtate bien con M. y cuídala ¡Mira que vivir contigo es jodido!». Y bajo esa premisa, hizo su mejor esfuerzo por adaptarse. Porque no solamente le tocó aprender a vivir fuera de su país, sino que también le tocaba adaptarse a convivir con su pareja por primera vez, lo cual es un proceso complejo y totalmente diferente –si no, que lo digan los que viven con sus medias naranjas-. Afortunadamente, M. también puso de su parte, y la convivencia no les representó ningún problema para su relación. Más bien la fortaleció y les enseñó a trabajar en equipo. El tema habitacional, por otro lado, si se puede decir que puso a prueba su capacidad de resiliencia.
M., la prometida de G., había logrado alquilar un minúsculo departamento de 16 mts.2, al que cariñosamente la pareja apodaba «la madriguera». Este espacio ya era pequeño para una sola persona, sin embargo, el amor todo lo puede, y ambos se las ingeniaron para convivir con sus pertenencias en la reducida vivienda. Cocinar era una odisea, ya que si a alguno se le quemaba algo, o hacían pescado, el olor permanecía por días… y este hecho palidecía en comparación con lo que ocurría cuando a alguno le caía mal una comida y debía ir al baño. Dormir era otra aventura, porque la cama era tamaño twin, y a pesar del amor, si alguno se movía durante la noche, corría el riesgo de mandar al otro al piso, o de morir congelado por pegar la espalda a la helada pared, según fuera el caso. Así que hubo que hacer ciertas adaptaciones en los hábitos de sueño de ambos. Aunado a esto, la cabecera de la cama daba a la ventana, que a su vez colindaba con una calle. Y fueron varias las veces en las que se vieron involuntariamente involucrados en las vidas de los transeúntes; especialmente aquellos que pasaban en avanzado estado de ebriedad a altas horas de la noche. Incluso un día, una pareja de jóvenes que salía de un pub, decidió darle rienda suelta a su pasión ahí mismo, pegando sus cuerpos al vidrio de la ventana de «la madriguera». G., con mucho pesar, debió asomarse para informarles que su encuentro no estaba siendo tan íntimo como ellos pensaban, y alegres, los embriagados tórtolos fueron a buscar otro refugio más cómodo.

Mi amor, no te comas ese chocolate, porque si engordas nos vamos a tener que mudar a otro apartamento. 

Como ven, vivir en «la madriguera» no era fácil. Aun así, para G., toda la experiencia era sublime. Estar viviendo con su pareja, descubrir una nueva ciudad, un letrero, un parque… todo le era nuevo y digno de admiración. Amaba poder contemplar los paisajes de la ciudad, los productos en las tiendas y los mercados, y la gente. Y hacía todo esto mientras iba al curso de inglés que tomaba, y se dedicaba a la búsqueda de trabajo.
A pesar de ser ingeniero de materiales, G. iba con la idea de trabajar en lo que fuera, siempre y cuando fuera digno. Y por suerte, el trabajo le llegó muy rápido, a sólo un mes de su llegada, y a través de una amiga venezolana que le hizo el favor de llevar su CV –el cual adaptó al área de servicios- al lugar en donde ella trabajaba. Comenzó como “Food and Beverage Associate” en uno de los restaurantes del aeropuerto de Dublín, y en principio, sus responsabilidades consistían en la limpieza de pisos y mesas, y poco a poco fue ascendiendo en sus responsabilidades. Repuso las bebidas frías, atendió también el Coffee Bar, sirvió comida en el Hot Counter (barra de comidas calientes); hasta que llegó por fin a cobrar en la caja, en donde desplegó todo su encanto latino con los clientes, quienes quedaban contentos por su calidez, buen humor y entusiasmo a pesar de estar 8 horas parado detrás de la caja registradora. Adquirió reflejos arácnidos atendiendo el Coffee Bar; y es que captar las órdenes de una muchedumbre de clientes faltos de cafeína, y que le hablaban en una lengua distinta a la propia, no era fácil. Aparte, se dio cuenta de que preparar en cuestión de segundos cada café y entregárselo a su respectivo dueño, requiere de un procesamiento cognitivo muy complejo que la mayoría de los clientes menosprecia, en el apuro por recibir su dosis de cafeína diaria.

Atender un Coffee Bar no es fácil. Denle las gracias a su barista.

También, las circunstancias le enseñaron a tener compasión con el gremio de los meseros, al terminar él mismo sirviendo mesas… cosa que no se le daba particularmente bien. Narra una anécdota en la cual una familia de cansados viajeros, llegó con su nutrido equipaje al local, en busca de una pizza que calmara el hambre que les había producido el viaje. El restaurante estaba por cerrar, y de hecho, era la última orden que tomaban. Y todo bien, hasta que G. fue a poner la ansiada pizza sobre la mesa de los comensales, y tuvo el infortunio de tropezar con una de las tantas maletas que rodeaban al grupo. El equilibrio lo abandonó, y haciendo lo que parecía un giro de ballet llevado a cabo por alguien a punto de entrar en un coma etílico, fue a parar al piso, en donde, milésimas de segundo después, también cayó la pizza. Temiendo ser deportado, encarcelado, torturado y sometido al escarnio público, G. se deshizo en disculpas hacia los clientes, quienes, comprensivos, lo tranquilizaron. No obstante, corrió a la cocina y le suplicó a la pizzera que reabriera el horno para hacerle otra pizza a la familia. Luego corrió al Hot Counter y tomó una generosa porción de papas fritas que había sobrado, y se las entregó, nuevamente con sus disculpas. Cuando estuvo lista la nueva pizza, se las entregó con mucho cuidado, y se alejó, casi haciéndoles una reverencia. Ese día, G. aprendió, no nada más a valorar el trabajo de aquellos que sirven y no reciben a veces ni una mirada de consideración o agradecimiento por sus servicios; sino también la importancia de ser comprensivo cuando, como clientes, somos víctimas de un error involuntario por parte de aquellos que nos atienden. Así que se puede decir que si bien el episodio fue mortificante, también fue muy nutritivo.
Y es que este inmigrante califica todo su paso por Dublín como «nutritivo». Cada contacto, cada experiencia, le hacían crecer como persona. Aprendía del irlandés esa cálida hospitalidad que tienen para con el extranjero, cada vez que salía a la calle, abría un mapa, y al menos tres personas se acercaban para preguntarle que hacia dónde necesitaba llegar Tuvo una muestra aún más tangible de esta característica el día que su bicicleta tropezó con los rieles del tranvía y cayó al suelo cual plátano frito en sartén. Si bien se encontraba en una situación poco decorosa, se le acercaron 5 irlandeses a preguntarle si se había hecho daño. Lo ayudaron a levantarse, y después de comprobar que tanto él como su bicicleta estaban en perfecto estado, le permitieron continuar con su camino.

Para G. resultaba refrescante ser el extremo receptor de tanta amabilidad y hospitalidad. A pesar de ser inmigrante, jamás se sintió juzgado o excluido. Y esto él lo atribuye al hecho de que, desde su perspectiva, los irlandeses son un pueblo que conserva la memoria de las dificultades por las que han pasado (guerras civiles, hambrunas devastadoras), y ha incorporado los aprendizajes que le ha dejado la tragedia. Y son esos aprendizajes los que les permiten ser una cultura hospitalaria, cálida, humilde y preocupada por el bienestar del otro, venga de donde venga. G. comenta que le llamaba la atención también el hecho de que veía cómo el pueblo irlandés le daba importancia no tanto a los militares y políticos, sino a los civiles que habían contribuido a generar conocimiento y progreso para el país. Esto resultaba para él novedoso, y le pareció que a los venezolanos, como sociedad, nos podría beneficiar el darnos cuenta de la importancia de los logros de nuestros civiles, ya que muchos en estos momentos, están intentando generar emprendimientos orientados a crear no solamente mayor producción nacional, sino también valores y crecimiento social.

James Joyce, Poeta. / Oscar Wilde, Escritor.

Al verse inmerso dentro de la cultura irlandesa, G. logró ver, por contraste, algunas características de sí mismo que se había pasado por alto al estar sumergido en el caos social que consume actualmente a Venezuela. Fueron varias las oportunidades en las que se le alabó por su buen humor en el trato hacia compañeros de trabajo y clientes; llegando a ser felicitado en persona por la manager de recursos humanos del restaurante, ya que el padre de la señora había viajado recientemente, y se sintió muy bien atendido y refrescado por las bromas de G., mientras lo atendía en la caja. Para G. fue un alivio poder «recuperar» también la capacidad de ser solidario. Ayudar a los clientes que intentaban hacer malabarismos entre las bandejas con comida y sus maletas; ayudar a señoras mayores con sus bolsas o a personas invidentes a cruzar la calle, y repartir la comida que sobraba del restaurante entre las personas sin hogar, se convirtió para G. en una fuente de bienestar. La disposición para ayudar siempre había estado ahí; simplemente se había hecho cada día más difícil ser amable con los extraños en la calle en Venezuela, debido a la inseguridad.
El estar afuera le permitió reflexionar sobre algunos puntos importantes de los que se había dado cuenta al ver su propia historia y la de otros compatriotas que se habían ido. Y notó que el venezolano era curioso: siempre estaba buscando información acerca de cómo hacer para lograr el objetivo que se había trazado. Buscaba por internet, preguntaba y se preparaba, para estar listo cuando se le presentara una oportunidad… como recuerda que hizo uno de sus amigos, que quería trabajar en Irlanda en la misma empresa para la cual trabajaba en Venezuela, descubrió que podía aplicar a un programa de pasantías, y así comenzó a trabajar en donde quería, y en lo que quería. Porque según G., al venezolano no le gusta pasar trabajo, y busca siempre llegar al punto en el que pueda vivir de la mejor forma dentro de lo que le permitan sus circunstancias.
Fue así que, al ir entrando en contacto con distintos compatriotas, observó que –a su parecer- había 2 maneras en las cuales los venezolanos afrontaban su proceso migratorio. Primero estaban aquellos que al verse trabajando en oficios que no concordaban con la profesión que habían estudiado en su país (a veces eran trabajos muy humildes, como labores de limpieza), y que sus ingresos, si bien les permitían mantenerse, no alcanzaban para mantener el estilo de vida que tenían antes de emigrar, se devolvían a casa, anhelando la comodidad de su antigua rutina y labores; aunque las condiciones del país no fueran las más idóneas para desarrollarse a nivel profesional y económico.
Luego estaban los venezolanos «exitosos». Y no porque estuvieran económicamente boyantes, sino porque habían logrado utilizar lo mejor de su idiosincrasia para sacarle el máximo provecho a su experiencia de migración. Y ¿qué notaba G. que tenían en común estas personas? Aparte de la curiosidad y la calidez antes mencionadas, estaban también la recursividad, el pragmatismo y la capacidad de ser gregarios y construir una red social fuerte («entre venezolanos, nos ayudamos»). ¿Querían darse el gusto de comer salmón en su cumpleaños? Usaban los cupones del supermercado más barato. ¿No alcanzaba el dinero para comprar una velita para el pastel? Cantaban cumpleaños sosteniendo un fósforo en la mano para que el agasajado pudiera pedir, entre sus tres deseos reglamentarios, que el año que viene su situación económica mejorara lo suficiente como para al menos comprar una vela. ¿Querían salir de paseo pero su cartera estaba tan vacía que ni siquiera quedaban las maripositas que siempre salen volando cuando uno está pobre? No importa, se acordaban de aquella tía que los llevaba al cine con todos los primos y en pleno cine sacaba su cartera de Mary Poppins, y le daba a cada uno un termito con Coca-Cola y una bolsita con cotufas/pochoclos/palomitas/crispetas hechas en casa. Y en ese espíritu, se iban a un parque con dos sandwiches de jamón y queso, y un termo con agua. Y la pasaban bomba.
Todas estas personas tenían claro que para lograr sus objetivos, tenían que superar unos cuántos «obstáculos» primero. Y eso incluía quizá trabajar de algo que no era su profesión, dejar de lado algunos lujos como ir al cine, comer fuera o viajar, en aras de ahorrar para poder cubrir sus necesidades de vivienda, alimentación, transporte, renta telefónica y lavandería. A G., por supuesto, le tocó dejar de lado todas estas cosas, pero aprendió a reconocer la diferencia entre lo que se quiere y lo que se necesita. ¿Pagar la renta? Necesidad. ¿Tomarse una cerveza en el pub con los amigos? Prescindible.
G. compartió con nosotros que la enseñanza más importante que le dejó su paso por Dublín, se puede resumir en la frase: «El viaje es la victoria». Y creemos que lo que opina G. es cierto. Ya solamente haber emprendido el viaje, es una victoria.
A veces la necesidad te lleva a generar ideas que conducen al éxito. La crisis te impulsa a meterte por caminos que la comodidad jamás te habría permitido explorar, y ¡oh, sorpresa! Resulta que en cada uno de esos caminos había una pieza de ti que jamás habrías encontrado de no ser porque te viste obligado a tomar esos derroteros. Talentos escondidos como cocinar, orientarte cuando te pierdes, ser un mago de la limpieza… o incluso cosas más complejas como administrar tu presupuesto, ahorrar, aprender a invertir, hacer nuevos amigos, tolerar maneras distintas de pensar, dar, y sobre todo, recibir ayuda. Tanto de venezolanos como de extranjeros. Y todos esos, recursos importantes que la comodidad no había requerido que afloraran.
En efecto, el viaje es una victoria, porque no sólo te hace ver el mismo problema de siempre desde otro ángulo, si no que te permite afrontar esa dificultad con una nueva herramienta: ese pedacito de ti que encontraste en tu caminar. Y ya poder mirar un problema desde otra perspectiva es un avance.
Trabajando como empleado de mantenimiento-barista-mesero-cajero, a pesar de su formación académica universitaria, G. llegó a la conclusión de que hay que estar dispuesto a que se derrumben tus expectativas, porque de esa manera no resistes a los aprendizajes, si no que los incorporas con mayor flexibilidad. Que poco importa si crees que te equivocaste de camino, que lo que elegiste hacer no es lo tuyo, porque aún estás a tiempo de cambiar el rumbo. El secreto, para él, consiste en saber tomar decisiones y oportunidades. En no tenerle miedo al trabajo duro e inteligente, enfocado en el objetivo de no sólo ser exitoso (lo que sea que esa definición represente para cada quien), sino también de ser feliz. Y que todas las situaciones, por difíciles que parezcan, son transitorias. Así que tomar el riesgo (calculados, claro), vale la pena.
Por último, le pedimos a G. que se despidiera con una frase, y nos dio una que se encuentra sobre el Muro de Berlín: “El escape también es una forma de lucha contra la represión”. Explica que esta frase le resuena, porque fueron los refugiados quienes, desde afuera, impulsaron la caída del Muro.

El graffiti sobre El Muro de Berlín.

Sin entrar en profundidades políticas, G. sueña con que los venezolanos, sin importar su lugar de residencia, impulsen la caída de aquellas formas de pensamiento que conminen a esperar a que alguien haga algo por salvarlos, y empiecen a sustituirlas por la creencia de que lo que cada uno como ciudadano está haciendo en pro del crecimiento del país, ya es valioso. Porque lo importante no es hacia dónde quieren que vayamos. No son las botas las que empujan a un país, si no los avances de sus civiles. Enfoquémonos en ver hacia dónde quiere ir nuestro contingente social.
Ha sido un honor contar tu historia, G.
Has llegado lejos.

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Nota del autor:

Sólo podremos crecer como país cuando nos demos cuenta de lo que valemos, individualmente, cada uno de nosotros. Sin importar si seguimos en Venezuela, o si estamos fuera de ella, lo que cuenta es que miremos dentro de nosotros mismos, y reconozcamos lo que valemos como personas y como ciudadanos; y que es mucho lo que tenemos, desde nuestro rinconcito, para aportarle a la sociedad de la que venimos, y a la sociedad en la que estamos (si es el caso).

Esta serie de entrevistas que estamos publicando, tienen el propósito de colaborar en ese proceso de descubrimiento que estamos haciendo como seres humanos, y como ciudadanos, a lo largo del camino que nos ha tocado recorrer. A pesar de no conocernos, las historias de otros nos apoyan, y nuestra historia apoya a otros. Por eso los invitamos a que, a través de estos relatos, nos tomemos de la mano para guiarnos e infundirnos confianza los unos a los otros en este largo y oscuro túnel que es el proceso migratorio; y así, seguir caminando en esperanza, hacia la meta que trazamos en el momento de partir, que es un mejor futuro para nosotros y los nuestros. A pesar de que cada quién camina por un sendero diferente, todos tenemos el mismo destino.

Miremos hacia atrás. Hemos llegado lejos. Y vamos a seguir avanzando.

Hasta una próxima edición.

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