CRÓNICAS MAITANAS: EL DESCORCHE


Entrada del día 05/11/2015, 4:47 P.M.-Desde mi monoambiente.

Hace unos días, recibí la visita de mi amiga Gisbeli, también venezolana. Ella iba a pasar una semana en Buenos Aires, y yo le ofrecí de alojamiento, la humilde latita de atún que llamo hogar. Me hacía mucha ilusión tener compañía en casa por unos días, así que al día siguiente de su llegada, fuimos al mercado y Gisbe, magnánimamente, pagó por toda la comida. Entre los gustos que nos dimos, compró una botella de vino tinto Norton Malbec (los entendidos del vino me perdonarán, pero fue el lujo más grande que pudimos darnos con el presupuesto que teníamos). Esa misma noche intentamos abrir el vinito, para celebrar su llegada, pero nos topamos con el frustrante hecho de que la botella tenía un corcho sintético, y no podíamos ni hundirlo, ni sacarlo con el método del zapato, ni con ningún otro método. Y tristes, muy tristes, tuvimos que conformarnos con agua, y acostarnos a dormir con aquel antojo etílico.
El método del zapato

Yo me fui a la cama con el vago pensamiento de que estaba segura de que había algo en mi casa que nos podía ayudar a abrir esa botella. De todos modos, a la mañana siguiente revisé todas mis pertenencias (no toma más de 5 minutos en una casa tan pequeña), y no vi nada que pudiera ser de utilidad; así que se convirtió en el reto del día buscar un sacacorchos bueno, bonito y barato que nos diera acceso al preciado líquido.

Estuvimos haciendo diligencias toda la mañana, y en una de nuestras paradas, pasamos por un bazar (así se le llama en Argentina a las tiendas que venden artículos del hogar). Ahí vimos un sacacorchos que no es de los que estamos acostumbrados a ver, aquellos que tienen dos palanquitas a los lados que hacen presión para extraer el corcho. No. Este era uno normal, pero estaba a relativamente buen precio, 79 pesos argentinos. Así que, dirigiéndole una mirada de disculpa a mi magullado monedero, extraje el dinero, convenciéndome de que estaba haciendo una buena inversión para mi futuro. Total, todo hogar que se precie debería tener un sacacorchos. Pagué con mucha tristeza –ya que también es del dominio público que mi cuenta bancaria rivaliza con la de la familia Weasley en la famosa serie Harry Potter, pero me sentí contenta de haber hecho esta inversión.
Si yo tuviera cuenta en Gringotts…

Una vez que volvimos a casa con nuestras compras, dejé a Gisbeli en el departamento para que descansara, y yo me fui a buscar al gordis a la escuela (recordemos que trabajo como niñera). Después de mi jornada laboral, cansada, volví a casa sólo para ser encarada por mi amiga, quién me comentó que durante mi ausencia, fue a merendar y halló en la despensa, en todo el frente y a plena vista, una navaja grande que yo había traído entre mis pertenencias, entre cuyas herramientas, la que más resaltaba era un enorme sacacorchos.

Llevé las manos a mi corazón y me sentí desfallecer, al recordar que apenas esa tarde había gastado 79 pesos en un sacacorchos, el cual ya había sacado de su estuche y guardado en la alacena. 79 pesos que para mí se traducían en la provisión de pechugas de pollo de un mes, o la provisión de vegetales y frutas que consumo a la semana. Pero nada, decidí seguir adelante a pesar de la dolorosa noticia de que había comprado un utensilio que ya tenía, y procedí a intentar abrir la botella de vino para anestesiar el malestar.
Compré un sacacorchos y ya tenía uno en casa ¡Mátenme!

Intentamos primero con el sacacorchos de la navaja, y para mi gran alivio, no sirvió. El corcho sintético era más duro de lo que esperábamos. Pasamos entonces al sacacorchos del bazar, y me contenté de saber que al menos mi inversión habría valido la pena. Desafortunadamente, mi alegría trocó en desencanto al ver que ni mi amiga ni yo, podíamos con el endiablado tapón.

Comenzamos a desesperarnos. Gisbeli tenía ya dos días en Buenos Aires, y no habíamos podido celebrar su llegada como Dios manda. Y en vista de que ninguno de nuestros utensilios funcionaba, mi amiga sugirió que yo fuera a preguntarle a uno de mis vecinos que nos prestara uno. Elegí tocar el timbre del brasilero de al lado, sólo porque puedo oírlo riéndose muy fuerte todos los días. Una persona alegre seguramente debía tener un sacacorchos en casa. Toqué el timbre y esperé. Volví a tocar y oí un «¡Oi!», que no sé qué significa, pero me abrieron la puerta. Nadie se asomó, y yo sólo podía oír el sonido de la ducha encendida. El brasilero se estaba bañando, y aún así me abrió la puerta. La situación me confundió un poco, pero yo era una mujer con una misión, así que después de deshacerme en disculpas, le hablé a la puerta, articulando lo mejor posible, y pregunté si tenían un sacacorchos por ahí. Después de repetir varias veces la pregunta, porque no me entendía bien, mi vecino logró entender mi pedido y me dijo que no. Todo esto desde su ducha, mientras se bañaba, y yo seguía pegada a la puerta de la casa, pudorosa. Le cerré yo misma la puerta de su departamento, para que el pudiera continuar con su aseo, y entré, frustrada a mi apartamento.
¡Mardita sea, no sale!

Pero Gisbeli tampoco se amilanaba, y me dijo: «Amiga, ¡este corcho sale porque sale!», y retomamos nuestra faena. Tomamos un trapo para no rompernos las manos, y nos turnábamos. Un momento una agarraba la botella mientras la otra tiraba del sacacorchos, y luego invertíamos los roles. Comenzamos a notar que el bendito corcho iba cediendo muuuy lentamente. Así que decidimos grabarnos, para llevar un registro de cuánto tardábamos descorchando. Después descubrimos que teníamos mejor agarre si una se sentaba en la cama y tiraba hacia debajo de la botella, y la otra, de pie, halaba el sacacorchos hacia arriba.

Nuestros vanos esfuerzos comenzaron a generarnos un ataque de risa, que aflojaba nuestros músculos y dificultaba la tarea que teníamos a mano. ¡No podíamos creer que el endemoniado corcho siguiera casi intacto después de tanta pelea! Pero no decaímos y mantuvimos el ritmo. Notamos que estábamos avanzando, porque ya veíamos las letras «NO», del «NORTON» que venía estampado en el corcho. Cambiamos de posición, y después de unos minutos más, salió la «R». Para este momento, Gisbeli estaba sentada en la cama con la botella, y yo, frenética, tiraba del mardito corcho a ver si salía. La operación estaba resultando más difícil que un parto con un niño que viene de pies.

Seguimos, seguimos y seguimos…ya veíamos la «T». Halé con todas mis fuerzas y de repente ¡POP!, salió disparado el corcho, y con él, nosotras y parte del vino. Yo quedé tirada contra el mesón del fregadero, con sacacorchos y corcho en mano; Gisbeli casi se cae de la cama, y recibió gran parte del vino derramado en su pijama. La otra fue a caer en las frazadas de mi cama, y casi me desmayo al ver el desastre, pero reaccionamos rápido y lo limpiamos antes de que dejara huellas. ¡Por fin habíamos logrado descorchar! Tardamos en total, 30 minutos…de los cuales pasamos 15 riéndonos por no ser capaces de sacar el rebelde tapón.

Ningún corcho es contendiente para dos pole dancers

Tuvimos que poner nuevamente a enfriar el vino, mientras yo metía unas improvisadas «bruschettas» al hornito para acompañar el preciado líquido. Y cuando por fin brindamos, lo hicimos por la vida, la salud nuestra y de los nuestros, y las amistades duraderas. Y al fin y al cabo, la lección es precisamente esa que nos dejó el corcho rebelde: Todas las herramientas que adquieras, en algún momento te van a servir para algo, así que no menosprecies ninguna. Todo lo que vale la pena en esta vida, cuesta y se logra con esfuerzo. Si el esfuerzo es compartido, aunque sea difícil llegar a la meta, al menos te ríes por el camino. Y aún mejor, porque cuando el objetivo por fin se logra, saborear los frutos es más dulce cuando se está acompañado, ya que una alegría, cuando se comparte, es doble. Y un descorche, aunque sea difícil, quizá sirve para resaltar un poco esas lecciones que son tan obvias, pero que a veces se olvidan.

Hasta una próxima edición.

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